Versa el evangelio en Mateo 5:4: “Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados”.
¿Te has perdido a veces en ese entramado emocional de tu corazón necesitado y temeroso? Yo sí, y no pocas veces. Me perdí muchas veces en el engaño de una falsa fortaleza, y me perdí algo muy importante: mis lágrimas, el consuelo de otros y lo peor, proyectar una imagen de fortaleza falsa que alejó muchas veces a los demás. Escogí en principio una carrera de gente ruda, que tenía que esforzarse mucho. Me pareció buena idea departir con los fuertes; los ingenieros, los basquetbolistas y la gente fuerte. No exactamente quería que me vieran fuerte, y sin empatía, pero eso era lo que proyectaba.
De alguna manera mis lágrimas fueron desapareciendo mientras crecí. No estoy segura de qué pasó, pero sí supe que era una pequeña muy sensible y mimada y mi apodo era “la nena”. De hecho, me hacían cierta burla por ser tan sensible. Si bien estoy segura de que mi familia me amaba, mis abuelos eran dulces y fuimos educados y alimentados con responsabilidad, no recuerdo haber aprendido mucho sobre las emociones, ni cómo manejarlas. Dudo que hubiera una voz adulta de consuelo o soporte emocional. Entonces me apagué. No sé si fue que perdí la esperanza de ese abrazo o consuelo, pero siendo aún pequeña, un día llegué del colegio y con voz firme dije: “De ahora en adelante no me llamen nunca más así”. Y mi familia cumplió. Fue así como siendo muy joven aún tomé casi todo el control de los asuntos de mi casa. Competía contra mí misma cada día, en cuán eficiente podría ser, y suprimí mis lágrimas.
Supongo que lo que pasó fue que me peleé con la vulnerabilidad. En casa había muchos conflictos y discusiones por estilos, formas e ideologías. Fui aprendiendo, en un lugar un poco machista, que las mujeres necesitaban ser fuertes para sobrevivir. No me gustaban las lágrimas de la infelicidad matrimonial de mi madre, ni las de seres cercanos que lucían para mi frágiles e inmaduros. Odiaba mi fragilidad y odiaba la de los demás. Me gustaba la fuerza del juego de baloncesto con los chicos rudos, la ingeniería que en esa época era para chicos primordialmente. Me tenía que zanjar en un mundo rudo. Sin embargo, si bien tenía una mamá que no me parece que manejaba bien el tema, sí nos puso desde muy chicos en un contexto de servicio a los necesitados, que alimentó un poco mi compasión por otros. Tenía el corazón roto y duro, pero no murió del todo mi compasión. Eso me salvó.
En mi caminar cristiano Dios usó hermanos amorosos y compasivos que me prestaron sus lágrimas. Yo observaba, captaba, recibía y poco a poco Dios me fue sanando. Disfrutaba mucho de aquellos que podían dejar correr sus lágrimas. Es que son bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Este proceso me tomó un tiempo. Siempre me ha dado esperanza saber que, si una ingeniera dura y fuerte aprendió poco a poco la empatía y la capacidad de reconectar con los humanos, y no solo con los cables y los circuitos, entonces hay oportunidad para cualquiera de aprender a ser más sensibles, y crecer en compasión[1].
Al pasar de ser ingeniera a teóloga y terapeuta, en mi entrenamiento como consejera y terapeuta, ese proceso de recuperación de mi corazón me permitió encontrar mis propias lágrimas para poder llorar con los sufrientes. Ahora podía prestar mis lágrimas a otros frente a mí, que con sus emociones totalmente bloqueadas por el trauma no pueden expresar su dolor; están paralizados. Es algo parecido a aquellos amigos del paralítico que por una profunda compasión abren el techo y lo llevan delante de Jesús. Yo misma me he sorprendido llorando con mis pacientes, sin el temor de derrumbarme. Sin duda alguna ellos me están ayudando a sanar.
Hay un lugar donde puedes ir por esas lágrimas perdidas, porque a veces necesitamos alguien que nos las preste. Fue en la Cruz, donde Jesús vivió la vulnerabilidad del Cordero que fue llevado al matadero. Él nos presta ahí sus lágrimas, para romper la dureza de la que fuimos víctimas o para consolarnos, en donde no hubo consuelo. Él nos hace de nuevo verdaderamente humanos y quiebra nuestro miedo o dureza.
Algunos lectores podrán replicar acerca de lo contrario: que son demasiado sensibles, no pueden dejar de llorar y sienten que los demás se pueden aprovechar. Bueno, también hay fortaleza y libertad en el mismo sitio. Él fue herido, Él nos presta Su cuerpo maltratado y Sus lágrimas, para que por su llaga seamos sanados (Isaías 53:5)